sábado, 8 de noviembre de 2008

La conducta en el tiempo y en el espacio.

Junto con el desarrollo de la individualidad aparecen otras necesidades del entorno, como sería la posibilidad de actuar en secuencias temporales y espaciales, diferentes a las que ofrece el aquí y ahora. Se basarían en la experiencia vivida y aprendida, ofreciendo aspectos de supervivencia mucho más altos. Así, todo concepto de la individualidad social y personal tendrían cierto ordenamiento a través de dos ejes o parámetros básicos de ordenamiento de la realidad como son el espacio y el tiempo, los cuales no son realidades dadas sino abstracciones que nuestra percepción deduce de los hechos observables en la realidad cotidiana. La causa principal corresponde a la propia capacidad humana de realizar abstracciones, bajo el impulso o la necesidad de marcar referencias a la acción que realiza, y así poder comunicarse con otros para realizar acciones en común, planear su desarrollo y mejorar sus resultados. La producción de tales abstracciones proviene de la misma naturaleza donde se produce la acción, pues de ella y sólo en ella es de donde los seres humanos pueden, a través de sus sentidos y capacidades cognitivas, obtener tales conceptos.


El espacio se objetiva con la referencia a objetos fácilmente observables, inmóviles y permanentes (Elías, 1992: 98-99; Hernando, 1999; 2002: 81-88), características constantes en el territorio donde se efectúe la acción. La idea del espacio se estructura con ciertas características físicas o geográficas del territorio donde se realiza la propia vida (montañas, ríos, árboles, etc.), y donde se adquieren los elementos básicos de su subsistencia (caza, recolección, materias primas, relaciones sociales, etc.). En este sentido, parece que el germen de tal concepto existe ya en la idea de territorialidad que tienen las comunidades de animales sociales.


El tiempo se realiza con la referencia de sucesos móviles de carácter no humano (Elías, 1992: 98-99; Hernando, 1999; 2002: 69-79), pero con un tipo de movimiento recurrente. El concepto del tiempo nace del orden de sucesión de los hechos que tienen lugar en el espacio ya mencionado (día y noche, estaciones, fases de la luna, etc.). La mutua relación entre estos dos conceptos, se define como la capacidad genérica de desplazamiento del pensamiento, es decir, de poder desplazar la acción en el tiempo y en el espacio fuera de las limitaciones del aquí y ahora. Tal relación en común parece lógica, pues aunque en un principio pudo existir cierta independencia entre ellos, pronto debieron de confluir, ya que su mutua acción es la que ofrece al lenguaje pautas de conducta con desplazamiento y, por tanto, de mayor supervivencia.


Como ha podido comprobar la prehistoriadora Almudena Hernando (1999; 2002: 119-143), la forma en la que estos conceptos se realizan puede ser diferente para cada grupo humano. Un ejemplo característico lo constituyen algunas sociedades primitivas actuales, como ocurre en diversos grupos de amerindios del Amazonas (Bororo, Kayapó, Yanomami, etc.). En su conducta se aprecia ciertas limitaciones en sus propias formas de vida y comunicación, naturalmente en comparación con las nuestras. Sus necesidades tienen siempre cierto carácter urgente, al tener que realizarse dentro de los parámetros del aquí y ahora, por lo que el futuro lejano no existe. Igualmente, estos grupos humanos presentan un concepto temporal limitado a un futuro próximo, donde deben realizarse las acciones que son capaces de pensar. De la misma manera, para ellos, el espacio queda limitado al territorio conocido por medio de sus propias experiencias, el resto es como si no existiera.


Los procesos de simbolización estarían limitados por las propias características de las abstracciones espaciales y temporales. El espacio es referido a elementos heterogéneos (árboles, montes, ríos, etc.), por lo que es fácil que simbolicen este concepto con alguna de estas referencias y que confundan estos símbolos con la realidad espacial. Así, para que un objeto sea símbolo de una ordenación espacial debe de formar parte de la experiencia personal. Sólo lo conocido puede ser utilizado como símbolo de conceptos abstractos. Similar proceso ocurre con el tiempo, pues estas comunidades viven en el presente, por lo que su representación temporal estaría en consonancia con los ritmos de los fenómenos naturales que tengan lugar en su medio ambiente. En ellas, el presente es tan sólo un presente amplio, que puede incluir todo lo referente a cada ciclo estacional, pero no asume el sentido de un pasado o futuro lejano, al no poder incluirse en el sistema de ordenamiento de su propia realidad.


El conocimiento de cómo realizan las sociedades primitivas actuales estos conceptos, sólo nos puede aportar la certeza de su diferencia, y cierta idea de cómo pudieron los humanos del Paleolítico realizar dichos avances simbólicos. La identificación y el grado de desarrollo que debieron alcanzar en el pasado estos conceptos y el de individualidad deben estudiarse en común, pues todos ellos constituyen la parte estructural del lenguaje. Por tanto, el lenguaje, en función de la propia complejidad simbólica que adquiriere poco a poco, va a producir otras características psicológicas de gran importancia para el ser humano, pues sirve como organizador del pensamiento y director de la acción. Pueden resumirse en tres aspectos:


- Interacción entre lenguaje y pensamiento (interiorización del lenguaje).
- Desarrollo cognitivo (autoconciencia, planificación temporo / espacial, etc.).
- Cambio conductual (mayor control de la acción).



* Elías, N. (1992): Time: An Essay. Basil Blackwell. London.
* Hernando, A. (1999): Percepción de la realidad y Prehistoria, relación entre la construcción de la identidad y la complejidad socio-económica en los grupos humanos.
Trabajos de Prehistoria, 56 (2): 19-35.
* Hernando, A. (2002):
Arqueología de la identidad. Akal. Móstoles (Madrid).

sábado, 1 de noviembre de 2008

La autoconciencia o conciencia reflexiva.

Es fundamental analizar el concepto, que sobre nuestra propia existencia tenemos, por medio de una pregunta clave: 

¿Es la autoconciencia una facultad heredada que siempre se manifiesta en nuestra especie; o corresponde a una capacidad evolutivamente adquirida, que se desarrolla gracias a la influencia del ambiente social y cultural en el que nacemos y vivimos?     

Sin un ambiente adecuado tal propiedad cognitiva no se manifiesta, o lo hace de forma inadecuada. En este sentido, sería la utilización de específicas informaciones aprendidas del medio social, que facilitan el desarrollo de una conducta con características especiales (Marina, 1998: 113). Podríamos definirla, a pesar de la importante controversia que existe al respecto, como el conocimiento subjetivo que tenemos sobre nuestros propios procesos mentales, de la información que recibimos, de los actos que realizamos y de nuestra relación con los demás. Por tanto, la conciencia reflexiva o autoconciencia corresponde a una capacidad cognitiva, con cierto carácter innato en función de su posibilidad de desarrollo, que para que se manifieste en la conducta es necesario una estimulación y aprendizaje adecuados, por medio de un entorno sociocultural concreto.   

Lo que sí parece claro es la relación de su aparición con dos procesos ya mencionados: las capacidades evolutivas y las características medioambientales, pues con su desarrollo adecuado y mutua interrelación, van a dar lugar a nuestra conciencia reflexiva. Actualmente, son muchos los autores que están de acuerdo que tal proceso es una propiedad emergente del cerebro. El concepto parece nuevo, aunque tiene relación con la concepción de exaptación evolutiva, pues se basa en el mismo principio, aunque con enfoques diferentes (psicológicos y evolutivos). El profesor de Filosofía John R. Searle, en su libro “El misterio de la conciencia” ofrece una definición muy precisa (2000: 30):   

Una propiedad emergente de un sistema es una propiedad que se puede explicar causalmente por la conducta de los elementos del sistema; pero no es una propiedad de ninguno de los elementos individuales, y no puede explicar simplemente como un agregado de las propiedades de estos elementos. La liquidez del agua es un buen ejemplo: la conducta de las moléculas de H2O explica la liquidez, pero las moléculas individuales no son líquidas.   

La conciencia reflexiva es pues una propiedad emergente de la conducta (Ávarez Munárriz, 2005: 25-31; Mora: 2001: 142), resultante de la unificación funcional de otras capacidades cognitivas (mecanismos de atención seriados, memoria a corto plazo, emotividad, etc.) que, por sí solas, no explican tal propiedad, pero la suma funcional de ellas daría lugar a las propiedades de autoconciencia humana (Edelman y Tononi, 2000; Mora, 2001: 147).   

El desarrollo de la conciencia reflexiva se producirá cuando las capacidades cognitivas lo permitan, y las características del medio ambiente sean las adecuadas. Si en la actualidad tales condiciones parecen obvias, en la prehistoria adquieren un protagonismo esencial. Las primeras van apareciendo con la evolución física, mientras que las segundas hay que crearlas, teniendo un desarrollo propio y diferente a la evolución neurológica. Con el desarrollo de esta capacidad cognitiva surge el concepto de individualidad (social y, sobre todo, personal), que siempre se desarrolla en un medio social, por lo que dependería de las características de éste. Con este nuevo concepto iniciamos el reconocimiento e interiorización de la idea abstracta del yo / nosotros en relación con el concepto de tú / otros. La identificación, tanto individual como colectiva, de esta propiedad se basa en la noción de diferencia existente entre los individuos y grupos (Jenkins, 1996: 4), que se traduce en la existencia universal de una palabra determinada para referirse a uno mismo (yo), como así lo expone el sociólogo alemán Norbert Elías (1990: 123). Para su producción se necesita una interacción social, tanto intra como intergrupal, de una forma importante y continuada, que genere continuamente problemas de relación entre los individuos del mismo grupo, y de estos con otros grupos. Igualmente, es necesario el inicio de las diferencias sociales (tecnológicas, políticas, religiosas, etc.) dentro del mismo grupo, desarrollando diferentes actividades con características funciones, simbolización y actividad. Esta relación deberá hacer hincapié en la diferenciación conceptual de esta confrontación, hasta llegar a desarrollar una clara conceptualización de las ideas simbólicas del yo y los otros, es decir, de la individualidad social y personal. Su producción sería de tipo generacional, pues es preciso el recurso de muchas generaciones para desarrollar plenamente dichos conceptos.   

El proceso implicaría la paulatina creación de cambios conductuales que resalten la diferencia entre unos y otros, por parte de algunos elementos sociales con mayor capacidad para desarrollar tales conceptos, siendo rápidamente adquiridos por los elementos más jóvenes del grupo, que los asumirán como suyos propios (Hernando, 2002). Los primeros avances, que la capacidad cognitiva humana debió desarrollar para crear un mundo simbólico como el actual, serían el inicio de la propia identificación social del grupo en contrapunto con la identificación de las demás poblaciones, es decir, a la creación del concepto de la individualidad social. Con posterioridad a su desarrollo, se iniciarían los criterios de individualidad personal o diferencias particulares que surgen entre los elementos de un mismo grupo humano (germen de la propia autoconciencia individual, tal y como la entendemos en la actualidad). En su paulatino aumento de complejidad, darían lugar a diferentes manifestaciones de tipo social, tecnológico, político y religioso dentro del propio grupo (Elías, 1990; Hernando, 2002: 49-63).   

* ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, L. (2005): La conciencia humana. En: La conciencia humana: perspectiva cultural. Coord. por Luis Alvarez Munárriz, Enrique Couceiro Domínguez. Anthropos. Barcelona.
* EDELMAN, G. M., y TONONI, G. (2000): Un Universe of Consciousness. Basic Books, New York. * ELÍAS, N. (1990): La sociedad de los individuos. Ensayos. Península / Ideas. Barcelona.
* HERNANDO, A. (2002): Arqueología de la identidad. Akal. Móstoles (Madrid).
JENKINS, R. (1996): Social Identity. Nueva York y Londers, Routledge.
* MARINA, J. A. (1998): La selva del lenguaje. Introducción a un diccionario de los sentimientos. Anagrama. Barcelona.
* MORA, F. (2001): El reloj de la sabiduría. Tiempos y espacios en el cerebro humano. Alianza Editorial. Madrid.
* SEARLE, J. R. (2000): El misterio de la conciencia. Paidos. Barcelona.